lunes, 29 de noviembre de 2010

MI PRIMERA VISITA AL HOSPITAL UNIVERSITARIO DE LUGO LUCUS AUGUSTI (HULA).


Hoy voy a comentaros algo sobre mi primera visita al HULA, el nuevo Hospital de Lugo, con motivo de asistir a una consulta de urología.

El Hospital de Lugo se encuentra en un inhóspito lugar, aproximadamente en el fin del mundo porque para los lucenses todo lo que se aparta más de un kilómetro del recinto amurallado es precisamente Finisterre, aquel lugar que, según la leyenda, constituía el final de la tierra y el comienzo de Mare Tenebrosum.

Es un recinto impresionante en su exterior y una vez traspasado el umbral de las puertas de entrada puedes quedar boquiabierto ante la asombrosa recepción, una sala que muy bien puede ser habilitada para futuros conciertos de San Froilán o para simples y vanos mítines políticos. Yo, como buen aldeano, me perdí y cuando me dijeron que tenía que acudir a la cuarta planta tomé las escaleras automáticas: la primera me dejó en un pequeño rellano que me daba acceso a una segunda escalera y ésta me dejó en otro rellano que para mí suponía estar en un segundo piso. Pero no, no señor, había subido cuatro pisos y me encontraba precisamente en el cuarto. Hacia un lado, me indicó una sonriente enfermera, estaba urología y hacia el otro, oftalmología.

Me senté delante de la puerta que se identificaba con el número 405 y comencé a pensar. Nunca me gustaron los médicos, pero dentro de estos el nombre de urólogo y la urología me producían sarpullido con sólo escuchar su nombre. La verdad es que no entendía muy bien para qué había ido al hospital y menos para qué estaba delante de la consulta de un galeno especialista en las partes más delicadas dentro de los atributos masculinos, pero mi mujer, profesional de la medicina, había dicho que debía realizar unas pruebas y yo nunca me niego a nada de lo que me ordenan.

Al poco rato de llegar, una agradable enfermera, de pelo rubio y de edad juvenil, mencionó mi apellido y con la mayor diligencia entré en la consulta y me puse delante de un médico con rostro seductor que me llamó por mi nombre. Tras una serie de preguntas como si orinaba bien, si sangraba, si tenía dolores…, me indicó que debería hacer una exploración.

-¡Cielos!, dije tratando de traducir el exabrupto que lancé en mi interior, al tiempo que los colores comenzaban a fluir en mi cara. Si se trataba de explorar en ciertos lugares supondría la mayor de las humillaciones sufridas a los largo de mi vida.
-¿Me quito los zapatos? – dije tratando de comenzar una conversación-.
-¡No!, no hace falta –sonrió el médico-, no voy a revisarte o curarte los pies… ¡Bájate los pantalones y los gallumbos!.
-¿Aquí? –abrí los brazos al tiempo de dirigir la mirada hacia la enfermera que se encontraba a mi lado-
-No te preocupes, estamos acostumbrados –terció el especialista en urología-.
Me pareció la situación más horrible por la que he pasado. Pensé que nunca había sido exhibicionista, ni siquiera en mis mejores tiempos, si es que han existido algunos buenos tiempos. Además, uno tiene su virtud, escondida, pero la tiene desde la más tierna infancia.
Traté de afrontar la situación bajando únicamente los pantalones hasta la rodilla, pero la enfermera insistió gentilmente que debería bajarme todo.
-¿Todo? – al no recibir respuesta, di por sentado que eso era precisamente lo que debía hacer.
Me indicaron que debía tumbarme en una camilla y allí surgió el dilema: me pongo mirando hacia el techo, culo hacia abajo, o mirando hacia la camilla, culo hacia arriba. La imagen de mi cuerpo sería desagradable de las dos maneras, pero opté por la segunda aún a costa de enseñar lo más preciado de mi cuerpo ante los ojos de una graciosa dama, simplemente por una ingenua seguridad.

De repente, vi llegar al urólogo, ponerse unos guantes, coger un tubo del que hizo salir una viscosa pasta, decirme que no me haría daño… y, desde ese instante a dilapidar la virginidad fue cuestión de segundos. Había perdido mi bien más preciado en la postura más degradante de mi existencia.

Con los ojos bajos, como si quisiera ocultar mi vergüenza, puse mi ropa y me senté ante la mesa del médico. Me dice que me ha palpado, algo que yo había notado sin hacer ningún alarde de inteligencia, que en principio no tenía nada pero que precisaba dejar pasar algún tiempo para una nueva consulta y conocer la evolución.

No sé si volveré pero juro ante ese Dios que existe para un gran número de personas que mis partes, mis pequeños o grandes atributos no serán expuestos una vez más ante miradas ajenas y extrañas. Porque en el fondo de cada cual existe un corazoncito que no puede resistir afrentas contra la dignidad o el amor propio.

1 comentario:

  1. Jajajajajaja. Practica en verano que tienes la playa cerca de casa. Tampoco es para tanto la humillación...

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